Aquella noche, a eso de las once, una hora antes de las campanadas de fin de año, Lidia y yo nos encontrábamos tumbados en la cama, sin lugar a dudas nuestro lugar preferido ya que en ella tenía lugar la mayor parte de nuestros juegos, caricias y perlas de sabiduría romántica que brotaban de nuestros labios, lejos de las celebraciones habituales, las cenas en familia y las fiestas hasta altas horas de la madrugada porque desgraciadamente al día siguiente teníamos que madrugar para asistir a nuestros respectivos trabajos. El día, por lo general, había transcurrido bastante ameno y distendido como acontecía siempre que tenía el placer de permanecer a su lado, pero ellas, evidentemente ya se encargarían de romper la gran complicidad que aún conservábamos en mil pedazos. Las cinco voces surgían de debajo de la cama pero no nos hablaban a nosotros sino que estaban cuchicheando entre ellas ni más ni menos que la forma con la que perpetrarían su más que diabólico plan de ataque. Pretendían ejecutarnos y esconder nuestros cuerpos en mi propio armario para con el tiempo poder descuartizarlos e ir devorándolos despacio, sin ninguna prisa. Yo lo oí todo como también sentí los temblores que me transmitía Lidia con su mano derecha. En ese frenético instante cogí fuerzas de donde no había y entorné mi cuerpo hasta conseguir llegar a mi mesilla de noche y rescatar una vieja linterna que solo usaba cuando saltaba el automático o se iba la luz a causa de las tormentas. Aún funcionaba. Acto seguido la di un beso a mi novia y la juré que todo iba a salir bien y que no se preocupase por nada. Ella, ante el resplandor de la linterna me contestó, con una mirada que lo resumía todo, que por favor ni se me ocurriese mirar por debajo de la cama porque eso era lo que de alguna forma ellas estaban esperando. Fue entonces cuando la espeté la famosa expresión “ahora o nunca”. Era la oportunidad perfecta para revelar la verdadera identidad de las causantes de todas y cada una de sus pesadillas y no era preciso desaprovecharla bajo ninguna razón. Poco a poco, como a cámara lenta, comencé a inclinarme hasta conseguir una postura tan incómoda como necesaria en aquellos momentos. La luz que emitía la linterna acompañó mi movimiento fielmente hasta que bañé de claridad sus diminutas y terroríficas siluetas. Estaban sentadas en círculo y en ningún momento se percataron de que una resplandeciente y molesta luz les alumbraba. Yacían completamente inmóviles, planeando lo que con total seguridad se iba a convertir en un despiadado y sangriento doble asesinato pero pese a eso y pese a los nervios que ya corrían por mis venas a una velocidad de vértigo, no me dejé amedrentar. Los cinco confusos perfiles seguían cuchicheando al mismo volumen mientras que por mi mente empezaba a desfilar una caravana de ideas que, aunque podían ser veraces no me hacía ninguna gracia tenerlas en cuenta. Ideas como que mi presencia en aquel instante las había descubierto, o peor aún, las había molestado, pero fuese cual fuese la dichosa verdad tengo que decir que ese escenario en tales circunstancias me daba mucho miedo, más del que os podéis imaginar. Lidia, desde su posición me insistía una y otra vez que no me acercase más porque las consecuencias podían llegar a ser fatales pero la decisión ya estaba tomada. Ya no había vuelta atrás.
Nunca imaginé que la sensación de miedo pudiese acorralar e intimidar tanto a una persona en cualquiera de las etapas de su vida. Pensaba que el hecho de pasar miedo, de que el terror en estado puro consiga atraparte, contaba con menos importancia de la que en realidad tiene pero estaba equivocado. Sentir miedo puede transformar a alguien por completo. Logra incrementar los latidos del corazón y que los pelos se te pongan como escarpias, ridiculiza tus habilidades, reúnes fuerzas de donde ni siquiera sabías que había y, por lo general, te convierte en un hombre mucho más violento y agresivo. Dicho de otra forma, consigue mutar el comportamiento de las personas, como lo haría la más terrible y dolorosa de las enfermedades. Yo, tuve la ocasión de comprobarlo con mis propios ojos aquella nochevieja ya que dentro de mi propio cuarto y a escasos centímetros de mi piel descansaba el foco de todos y cada uno de mis temores.
Aún con la linterna en la mano y esforzando la vista al máximo logré divisar lo que yacía en el centro de ese círculo y que ellas mismas rodeaban como si ese objeto constituyese el verdadero motor de sus extrañas existencias. Era negro y rectangular y con mucha probabilidad no hubiese generado ningún tipo de sobresalto o estremecimiento si estuviese colocado en cualquier otro lugar de la casa a cualquier otra hora, no obstante allí, tal y como aparecía ante mis ojos, presumía con ser aterrador. En ese instante tomé la decisión de reincorporarme, apartar a un lado la sábana y la manta que me cubría y levantarme de la cama posando mis pies descalzos en una de las alfombras que me había regalado mi madre años atrás, y desviando la vista hacia mi novia que continuaba devolviéndome la mirada con unos ojos tan llorosos y asustados que a primera vista me parecía imposible reconocerlos como suyos. Pero sí lo eran y ellos lo sabían todo mejor que nadie. Sabían que las cinco siluetas eran ni más ni menos que cinco muñecas de la extensa colección que aún conservaba y de la que no pretendía deshacerse nunca. Sabían que el misterioso objeto que descansaba en el centro del corro era una simple grabadora de voz negra que había usado para engañarme en todo momento y en la cual nacían esas presuntas sicofonías del más allá a las que tanto respeto tenía. Y sabían que tanto el refugio, como sus cinco amigas era obra de su más que sorprendente y admirable imaginación que no paraba de asombrarme día a día, así como de sus evidentes cualidades para la interpretación.
Me disgusté mucho con su actitud, incluso me prometí a mi mismo en ignorarla durante un par de días o tres pero a pesar de todo Lidia seguía siendo el sueño que siempre quise soñar. No tardamos mucho tiempo en volver a retomar las caricias y los arrumacos, las palabras enternecedoras, las sonrisas confirmando nuestra envidiable complicidad y los famosos revoltijos de brazos y piernas que conformábamos sobre mi cama. Con el paso del tiempo las aguas del río volvieron a su cauce pero nunca en la vida podré olvidar ese refugio tan macabro que se alzaba al final de un largo y polvoriento camino de tierra, al lado de un arroyo que por allí también se dejaba ver, a las afueras del clásico pueblecito rural en donde los mitos y las leyendas saltaban de boca en boca a lo largo de generaciones y generaciones. Y lo peor de todo es que a partir de entonces una pregunta será la encargada de asomar con inesperada frecuencia en mi mente y que me perseguirá toda la vida.
- ¿Existirán de verdad los lugares prohibidos o simplemente forman parte de las más que indudables fantasías de mi novia?...